© Bárbara Fernández Esteban "Un blues en Navidad".

Un blues en Navidad

Un blues en Navidad

Un blues en Navidad
            Tomó el tren esa misma tarde.  Al despedirse en el andén de la estación supe que nunca regresaría, que quizás no volvería a verle.
            Había nevado durante todo el día. Todavía lo hacía cuando salí de la fábrica. Hollar la nieve, sentir cómo crujía bajo las suelas de mis zapatos me producía una sensación extraña. Pisar por donde nadie antes lo había hecho era como dejar huella en una noche tan especial. Las tiendas y las calles desbordaban luces de todos los colores. Los villancicos eran un eco continuo. Las gentes transitaban deprisa cargadas con paquetes en bolsas brillantes. Era esa noche mágica en la que la soledad debiera ser imposible. Me resistía a volver a casa; No me esperaba nadie.
            Seguí caminando sin rumbo. De repente, detrás de una esquina escuché el lamento de un blues. Sin fuerzas para seguir me quedé delante de aquel hombre que tocaba.  Era joven, pero el sonido de su saxo tenor era triste como su rostro. Un sombrero viejo cubría su pelo hirsuto y una gabardina gastada le resguardaba de la nieve y el frio. Sus dedos apoyados en las llaves del instrumento sobresalían de sus guantes cortados. Me quedé largo rato estremecida con aquel sonido. De pronto dejó de tocar y su mirada se cruzó con mis ojos.
            —¿Puedo ayudarla?—me dijo con una voz cálida. En el suelo, junto a él había una botella de ron y a sus pies la maleta del instrumento abierta con unas monedas que imaginé que él mismo había puesto.
            Tardé unos instantes en reaccionar. No sabía qué decir. Debía de llevar mucho rato escuchando.
            —No. Es su música.
            —¿Le gusta? No es un villancico.
            —Es distinta. Expresa lo que siento —contesté con un poso de amargura.           
            Inició el tamborilero. Le supliqué que parara.
             —¿Quiere cenar conmigo? —me preguntó de improviso.
            Detrás de su propuesta estaba su sonrisa ingenua de músico callejero y unos dientes blanquísimos. Me quedé sorprendida sin atreverme a contestarle.
            —No es una broma, mi proposición es seria —añadió. El saxofón, atravesado sobre el pecho, le colgaba del arnés. La nieve seguía cayendo, como la duda dentro de mí.  
            —Supongo que no la espera nadie—dijo adivinando mi pensamiento.
            Qué distinto de hace un año. Que yo sola hubiera sobrevivido a la tragedia me dolía.
            —No se equivoca.  Pero su propuesta no deja de sorprenderme.
            Puso el saxofón en su funda, se la colgó al hombro, cogió la botella de ron y empezamos a caminar bajo los copos de nieve. Me aferré a su brazo. Nuestros pasos se escuchaban al unísono y los villancicos quedaron atrás.  La noche resultaba menos inhóspita. Él, sin perder la sonrisa, me miraba e imaginé que sentía lo mismo que yo. Al final de la calle unas luces de neón se encendían y apagaban.  Nos paramos allí. Al letrero iluminado de la fachada le faltaba una letra.
            —Esta es mi pensión —me dijo—.  No creo que a Manolita le importe poner un plato más en la mesa para ti.
            Iba a protestar, pero su mirada amable y su gesto al cederme el paso me disuadieron. Subimos al primer piso y tras cruzar un corto pasillo llegamos al comedor. Los adornos navideños, las bolas de plástico y las guirnaldas de papel alrededor de una lámpara con cuatro tulipas azules daban una atmosfera irreal. Las paredes estaban llenas de fotografías antiguas. El tapizado raído de las sillas y un viejo armario con puertas de cristal dónde estaba la vajilla eran testigos elocuentes de muchas historias en torno a una mesa ovalada. Era como si al atravesar aquella puerta hubiéramos retrocedido más de cincuenta años. Todo estaba limpio y ordenado. 
            Doña Manolita me abrazó como si fuera alguien de la familia que hubiera venido a verla. «Me complace que mi músico preferido haya traído una amiga», dijo entusiasmada mientras me presentaba al resto de huéspedes. Era una mujer corpulenta. En su cara redonda, muy maquillada, destacaban unos ojos vivos y saltarines. Llevaba un vestido de lentejuelas que le apretaba en demasía. Un mantel de color rojo, como el esmalte de sus largas uñas, vestía la mesa. Con grandes aspavientos nos fue colocando a todos. Una chica joven vestida con delantal y cofia, nos sirvió una sopa caliente. Nadie separaba los ojos del plato mientras la apuraban en silencio. Me di cuenta de que el músico me miraba, bajé los ojos y empecé a comer. La compañía bien valía una botella de vino. Doña Manolita se había esmerado con el pollo para darle sabor a romero y a orégano. Las conversaciones se fueron animando. Sacó polvorones, mantecados y guirlache. Con ellos Manolita cantó un villancico que no conocíamos, hablaba de compartir las estrellas. Le saltó una lágrima cuando nos dijo que lo cantaba a dúo con su padre. Cerré los ojos y una mano fuerte apretó la mía. Luego brindamos con sidra después de apurar el vino que quedaba en los vasos. Aquella gente desconocida se convirtió esa noche en mi familia. Apenas habían pasado unos minutos de las doce cuando él se levantó, se colgó la maleta del saxo sobre el hombro y me dio la mano. Quise despedirme de todos pero no me dio opción. Lo cierto es que cada uno estaba por sus cosas. De la única que pude hacerlo fue de Doña Manolita, que cuando le di las gracias por la cena y la compañía me pidió que volviera.  Me quité mi pañuelo de seda y se lo anudé al cuello. El abrazo que recibí me estremeció de pies a cabeza.
            Caminábamos aprisa, sin hablar, para llegar a un local mal iluminado. Bajamos tres escalones. Olía a humedad y a cannabis. Me lo aclaró cuando le interrogué sobre aquel olor tan raro.
            —Viene conmigo, ponle un ron y cuídala —le dijo a un camarero mientras me hizo ademán de que me sentara en un taburete en una esquina de la barra.
            —Llegas tarde—escuché que le dijo el hombre que estaba sentado al piano.
            Él se incorporó al grupo de músicos sin contestarle.
            La música empezó a sonar. El local estaba abarrotado. Era un lugar extraño.  Observaba a la gente que escuchaba entusiasmada. Una mujer de color cantaba con melancolía. Volví a quedarme atrapada por aquella música. Mientras sonaba un blues apuré mi copa. El camarero quiso volver a llenarla. A las tres de la mañana dejaron de tocar. Fuimos a un par de tugurios donde se encontró con muchos conocidos. En la calle hacía mucho frio, helaba. La nieve pisoteada por las ruedas de los coches había dejado de ser blanca.  Me pasó el brazo por encima de mis hombros y me apretó contra él.  Me sentí protegida.  Cuando dijo de llevarme a mi casa le dije que no. Quería seguir con él. Fuimos caminando en silencio hasta su pensión. Al llegar encendió un brasero eléctrico y nos sentamos junto a él. Sacó dos vasos y una botella de ron.  Cuando ya amanecía seguíamos hablando. En aquellas horas nos contamos muchas cosas. Le conté lo del camión. Aquel maldito camión que aplastó a mi marido y a mi hija en la carretera hacía apenas cuatro meses, robándome la vida.  Con un beso me sorbió las lágrimas. 
            Era como si nos conociéramos de toda la vida. El ron y el cansancio me vencieron y me quedé dormida. Era mediodía cuando me despertó.  Se escucharon las campanadas del reloj de una iglesia cercana.  Las ruedas de los coches trazaban surcos ennegrecidos sobre la nieve de la calzada. Era el día de Navidad y aunque parecía que el tiempo se había detenido, él tenía que coger un tren. Le escribí en un papel mi nombre y mi teléfono, lo dobló y lo metió en una esquina de la funda de su saxofón. Me quedé sola en el andén mientras el tren se lo llevaba. Ni siquiera sabía su nombre.
            Pasaron muchas más navidades pero nunca olvidé aquella. Desde entonces en mi casa no faltó un poco de ron para escuchar un blues.
            Un día, fue en Paris, acompañada de Carlos, mi segundo marido, me crucé con un hombre en el hall del Hotel de la Opera. Me resultó familiar. Alto, moreno, con el pelo hirsuto, y las sienes plateadas. Iba de frac, con su pajarita blanca, muy elegante, con las manos en los bolsillos.  Nos miramos, detuvimos el paso llenos de dudas, al fin seguimos andando cada uno, pero no me atreví a volver la cabeza. En el mostrador, con discreción, pregunté por él. Me dijeron que era un afamado director de la Orquesta de la Opera.
            El teléfono sonó varias veces. —No—le dije, mi acompañante no tiene problemas para compartir la cena, siempre que invite yo y suene un blues. Al fin y al cabo tengo pendiente una deuda. Ese día supe cómo se llamaba el hombre que me regaló una Navidad.
© Bárbara Fernández Esteban
Os dejo con el blog de http://blog.barbarafernandez.es/un-blues-en-navidad/ y este relato que me gustó mucho.
 Feliz Navidad a todos y a ti Bárbara que sigas escribiendo y cosechando mucho éxito. Un entrañable abrazo.

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